Lecturas: Gálatas 6,14-18 / Salmo 15 (R: “Tú eres, Señor, mi único bien”) / Mateo 11,25-30
- Introducción: la hora de cruzar
La liturgia nos invita a mirar una escena plena de misterio, ternura y esperanza: la tarde del sábado 3 de octubre de 1226, cuando Francisco, ya consumido por enfermedades y fatigas del cuerpo, quiso unir su voz, con voz que era ya esfuerzo, al canto del salmo 141. Allí, al caer la tarde, “nuestra hermana la muerte corporal” vino como llamada: suave, esperada, no como fin negro, sino como umbral luminoso.
Francisco pronunció con voz temblorosa su último aliento, no solo dormido, sino despierto al misterio divino hacia el cual caminaba. Ese momento se conmemora como el Tránsito: no como despedida triste, sino como primicia pascual, como paso gozoso al abrazo del Padre.
Hoy estamos invitados a entrar con él en ese momento, para escuchar, contemplar y dejarnos transformar por su testimonio. No queremos simplemente recordar una muerte: queremos contemplar una pasión consumada en esperanza, una vida que traspasa lo visible para saberse amado eternamente.
- La cruz, nuestra única gloria (Gálatas 6,14-18)
San Pablo dice con claridad radical: “Me libre Dios de gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.” Todo lo demás: honores, identidades, seguridades humanas, se desvanece frente a ese signo supremo. Para él (y para nosotros), lo decisivo es “la creación nueva” que brota del sacrificio de Cristo.
Francisco interpretó ese mandato con la totalidad de su existencia. No hizo discursos sobre la cruz, sino que se hizo cruz viviente: renunciando al mundo, abrazando la pobreza radical, aceptando el dolor, ofreciendo su carne al servicio del amor. San Buenaventura relata que, postrado sobre la tierra desnuda, Francisco quiso simbolizar que, en la muerte, no llevaba más que su pobreza, su confianza y su Cristo.
Y así vivió su tránsito: no con elegancia del mundo, sino con la desnudez de quien se sabe dependiente de Dios, y cree que la cruz no es carga para huir, sino camino para morir en Él y resucitar con Él.
- El descanso del alma en Dios (Salmo 15)
En el salmo responsorial escuchamos la voz del alma de quien confía y encuentra su fortaleza en Dios:
“Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti… Tú eres mi bien… Me saciarás de gozo en tu presencia; de alegría perpetua a tu derecha.”
Francisco hizo su oración final desde esa confianza. No fue un moribundo que teme, sino un alma que reposa en el Señor, que ya ha hecho su heredad en Él. En sus últimos momentos, aunque el cuerpo dolía, el espíritu afirmaba: Tú eres mi único bien.
Cuando el cuerpo desfallece, las palabras humanas flaquean. Pero el alma del que confía encuentra su fortaleza en Dios. Francisco cruzó ese umbral como quien salta convencido, sin vacilar, habiendo ya depositado su vida en las manos del Padre.
- El yugo suave de Cristo (Mateo 11,25-30)
Jesús dice: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo… Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.”
Francisco vivió esa llamada. No buscó un camino fácil, pero sí uno confiado, sabiendo que no caminaba solo. El yugo de Cristo no oprime, sino acompaña; no agobia, sino sostiene; no impone, sino atrae hacia descansadero divino. Francisco, incluso cuando su cuerpo estaba exhausto, aceptó ese yugo hasta la última gota, porque conocía al Maestro y creyó que el verdadero descanso está en Él.
Su tránsito es también para nosotros una invitación: llevemos nuestro cansancio al Señor, sin pretender quitar la cruz, pero sí descubramos con humildad que Él la hace liviana si la abrazamos en fe.
- Francisco entre dos mundos: puente de comunión
Desde su conversión en Asís hasta su último aliento, Francisco vivió en tensión: entre la tierra y el cielo, entre la pobreza y la gloria, entre la fragilidad del cuerpo y la fuerza del espíritu. Su tránsito no fue desconexión: fue cruce de comunión.
Aunque su carne se entregó a la muerte, su alma fue elevada al cielo. Aunque su cuerpo tenía signos de enfermedad, ya en él brillaba el testimonio de la Pasión: esas llagas que lo vincularon más íntimamente a Cristo. Así San Buenaventura lo describe: un hombre que, al morir, era ya imagen visible del Crucificado.
Francisco no nos dejó una tumba para venerar, sino un testimonio que sigue entre nosotros: hermano de todos, contemplativo, pobre, servidor y profeta. Y su último aliento es para nosotros una promesa: que la muerte no tiene la última palabra, porque Jesús lo sostuvo, lo elevó, lo abrazó.
- Aplicaciones: nuestro tránsito cotidiano y final
- Vivamos la muerte cada día: Morir no es solo el acto final de esta vida, sino un ejercicio cotidiano del alma que busca a Dios. Morir al afán de poseer, al deseo de ser reconocido, a la tentación de dominar… es abrir paso a la vida verdadera, la que brota del Evangelio y se alimenta de la cruz. Sólo muere bien quien ha aprendido a morir un poco cada día.
- Déjalo todo por Cristo, como Francisco lo hizo: El desprendimiento no es pérdida, sino fecundidad. Cuando Francisco se despojó incluso de sus vestidos, lo hizo como quien siembra. Que nuestras renuncias, grandes o pequeñas, sean semillas escondidas que, en el tiempo de Dios, florezcan en compasión, servicio y gozo. Lo que se entrega por amor, nunca se pierde.
- Acepta el cansancio y el dolor con esperanza: No hay redención sin cruz. Francisco, llagado en cuerpo y en alma, no maldijo su dolor, sino que lo abrazó como camino de unión con el Crucificado. Aceptar el sufrimiento con fe no es resignación, sino ofrecimiento. Es permitir que incluso el quebranto se convierta en alabanza, en ofrenda pura.
- Prepara tu último aliento con fe: Cuando caiga la tarde de tu vida, que tu alma no tiemble, sino que cante. Que tus labios, como los de Francisco, entonen su último salmo, no en tono de miedo, sino de entrega. Pero para morir así, hay que vivir de otro modo: hay que recorrer el camino de la conversión constante, del amor que se da sin medida, de la humildad que abraza el anonadamiento.
Hay que configurarse con Cristo, día tras día, en lo escondido y en lo visible.
Renuncia a ti mismo, no por desprecio, sino por amor. Deja que Cristo viva en ti, y entonces, cuando llegue la hermana muerte, no será un final, sino un abrazo largamente esperado. Y tu tránsito no será caída, sino elevación.
Cuando llegue el momento, no temamos a la hermana muerte: abracémosla como quien va a encontrarse con el Amado. Y que nuestras últimas palabras sean un canto de gratitud, un “loado seas, mi Señor”.
Oración final
Señor Jesús, Maestro y Hermano, Tú que guiaste a san Francisco hasta la cruz y lo elevaste al cielo, concédenos la gracia de vivir y morir en ti. Que nuestras manos vacías no teman dejar este mundo, porque tú estás con nosotros. Que nuestro último aliento sea canto de alabanza, como el suyo. Y que, al final de nuestros días, podamos decir contigo:
“He hecho lo que era mío; que Cristo les enseñe lo que es suyo”.
Amén.
La frase “He hecho lo que era mío; que Cristo les enseñe lo que es suyo” fue pronunciada por san Francisco de Asís en el momento de su Tránsito, es decir, al final de su vida terrena, cuando estaba por morir el 3 de octubre de 1226.
Contexto de la frase:
Se recoge esta expresión en las Fuentes Franciscanas, particularmente en la “Leyenda Mayor” de san Buenaventura (capítulo XIV, sobre el tránsito del santo). San Francisco, consciente de que su misión en esta tierra había llegado a su fin, se dirigió a sus hermanos reunidos alrededor de él con estas palabras que resumen su humildad, su sentido de misión cumplida y su profunda confianza en Cristo:
“He hecho lo que era mío; que Cristo les enseñe lo que es suyo”.
Sentido espiritual:
Esta frase tiene un gran contenido teológico y espiritual:
“He hecho lo que era mío”: Francisco reconoce haber cumplido con lo que le fue encomendado, sin pretensión, sin vanagloria.
“Que Cristo les enseñe lo que es suyo”: deja a sus hermanos en manos de Cristo, el verdadero Maestro, el único que puede llevarlos a la plenitud.
Es una declaración de humildad absoluta, pero también de confianza profunda en Dios, y un legado para todos los que deseen seguir a Cristo al estilo de Francisco: no se trata de imitar a Francisco, sino de dejarse formar por Cristo como él lo hizo.
Marynela Florido S.