La Cruz: El Trono donde Dios Escribe su Soberanía.
Evangelio: Lc 23,35-43
Queridos hermanos y hermanas, paz y bien
En este último domingo del año litúrgico, nos detenemos para mirar al Rey que gobierna desde la cruz, que transforma nuestra fragilidad en esperanza y que nos llama a caminar con Él, humildes y llenos de amor. En este día en que la Iglesia proclama la soberanía amorosa de Cristo Rey, nos acercamos al Evangelio más desconcertante que podría coronar el año litúrgico: no un triunfo aplastante, como lo puede concebir el mundo, no un desfile de gloria, no un trono de oro… sino una cruz.
El Rey que contemplamos hoy no gobierna desde arriba, sino desde el extremo más hondo de la fragilidad humana. Su majestad no deslumbra: sana. Su poder no aplasta: levanta. Su autoridad no se impone: se entrega.
Este es el Rey del Universo. En el espíritu de san Francisco, abrimos juntos este espacio de encuentro, oración y reflexión:
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El Rey en el lugar donde nadie esperaría encontrar a un rey
El Evangelio nos presenta una escena que nace del dolor y se convierte en revelación: Cristo crucificado, flanqueado por dos malhechores. A su alrededor hay burlas, ironías, gritos que mezclan desprecio y desconcierto. Todo parece indicar que este “rey” ha fracasado.
Y, sin embargo, precisamente ahí, en lo que el mundo lee como fracaso, Dios escribe su soberanía.
Porque la cruz no es solamente el instrumento de la redención. Es también el trono de un Rey que elige reinar desde la solidaridad radical con el sufrimiento humano.
Podemos sin duda afirmar que Cristo en la cruz “reinó porque nadie lo pudo despojar del amor” o, dicho de otra manera: “Cristo manifestó su realeza en la cruz porque ningún poder humano ni fuerza de odio logró quebrar el amor con el que entregó su vida.”. Ningún insulto, ninguna herida, ningún clavo logró apartarlo de su misión. Esa es la fuerza de su realeza: permanecer fiel al amor cuando todo invita al odio.
Y aquí aparece ya un eco profundo para nuestra vida franciscana: la realeza de Cristo es la humildad que abraza, la pobreza que libera, la obediencia que restaura, la vida que se da para que el otro viva. Es el Rey que gobierna como el hermano que sufre con nosotros.
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El grito del buen ladrón: la apertura del Reino
En medio de tres cruces, ocurre un momento que resume toda la teología del Evangelio: “Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.”
El buen ladrón (como se le suele llamar por tradición) descubre en el Crucificado lo que los poderosos no pudieron ver: descubre un Rey. Un Rey sin ejército, sin defensas, sin prestigios humanos… y sin embargo, el único capaz de abrir una puerta que nadie puede abrirse a sí mismo.
No pide milagros. No pide bajar de la cruz. No exige pruebas.
Pide memoria.
Pide ser recordado en el amor.
Pide un lugar en el corazón de Aquel que está entregando su corazón por él.
Y Jesús responde con la palabra que inaugura oficialmente su reinado: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso.”
No mañana, no cuando todo mejore, no cuando pagues tus culpas.
Hoy. Conmigo.
Ese es el decreto real del Cristo Rey: la salvación es comunión, y se ofrece en el presente del amor.
Aquí resuena un pensamiento que Benedicto XVI repetía: la realeza de Cristo consiste en que Él posee el poder de introducirnos en la verdad del amor de Dios, que es más fuerte que cualquier oscuridad.
Por eso, el primer súbdito del Reino es un condenado a muerte.
Porque Cristo no reina sobre espacios, sino sobre corazones que se dejan tocar por la gracia.
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Teología franciscana del Rey crucificado
Desde la espiritualidad franciscana, esta escena adquiere una luz especial.
San Francisco, al contemplar al Crucificado en San Damián, no vio derrota: vio vida que vence la muerte, vio al Rey que reconcilia la creación entera. Por eso pudo llamarlo “Hermano Jesús”.
No porque rebajara su divinidad, sino porque descubrió que la majestad de Dios consiste en acercarse al ser humano hasta compartir su polvo, su llanto y su destino.
En el pensamiento franciscano, desde san Francisco hasta san Buenaventura y la escuela escotista, se repite una convicción poderosa: La encarnación no fue un plan de emergencia, sino el sueño eterno del Padre.
Dios quería un Rey tan cercano, tan humilde, tan lleno de amor, que pudiera ser verdaderamente hermano de su pueblo.
Un Rey que repara no desde el castillo, sino desde la herida.
Un Rey que reina no porque domina, sino porque se dona.
Por eso, para un corazón franciscano, el Calvario es el lugar donde Cristo muestra con mayor claridad la belleza de Dios.
La belleza del amor que se vacía.
La belleza del poder que se convierte en servicio.
La belleza de un Rey cuyo estandarte es una cruz y cuyo reino es la paz.
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El Reino al que somos llamados
Este Evangelio, hermanos, no es una escena para contemplar desde afuera. Es una invitación.
Porque en la cruz de Cristo vemos la verdad del mundo, pero también la verdad de nuestra vocación: entrar con Él en el Reino de la misericordia.
Cuando reconocemos nuestra fragilidad, cuando dejamos caer las defensas, cuando aceptamos que necesitamos ser recordados por Dios, iniciamos el mismo camino del buen ladrón.
Y en ese instante Cristo responde: “No temas. Hoy… contigo… en tu pobreza, en tu historia concreta… hoy quiero abrir el paraíso de la gracia.”
El Reino no es un ideal lejano.
Es la presencia del Rey que viene a nuestra vida real, a nuestras comunidades, a nuestras misiones, a nuestras luchas, a nuestros cansancios franciscanos.
Es Cristo reinando en cada gesto de servicio, en cada reconciliación, en cada pobreza asumida por amor.
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Conclusión
En este domingo de Cristo Rey, te invito, y me invito a mirar de frente al Crucificado y decirle, con la confianza del buen ladrón:
“Señor… acuérdate de mí.”
Déjate mirar por ese Rey que gobierna desde el amor, que vence reinando desde la cruz, que no humilla, sino que levanta, que no condena, sino que abraza, que no se salva a sí mismo para poder salvarnos a nosotros.
Ese es nuestro Rey.
Ese es el Rey del universo.
Ese es el Hermano Jesús cuyo Reino ya comenzó y no tendrá fin.
Oración final
Señor Jesús, Rey humilde y crucificado, acuérdate de nosotros cuando llegas a tu Reino.
Acuérdate de nuestras comunidades, de nuestros hermanos, de quienes sufren, de quienes buscan, de quienes han perdido la esperanza.
Haz reinar tu paz en nuestros corazones.
Haz reinar tu misericordia en nuestras relaciones.
Haz reinar tu amor en nuestra misión franciscana.
Y que, siguiendo tus huellas, con los pies en la tierra y el alma en el cielo, podamos anunciar al mundo la alegría de tu Reino.
Amén.
Paz y bien. Nos volvemos a encontrar el próximo domingo, si Dios lo permite.
Marynela Florido S.