logo-resplandor final

Promotora Católica de Valores Humanos y Calidad Total

El Mundo de los Valores

María Asunta: la gloria que nos espera

la-asuncion-de-la-virgen_cabezalero

Solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María

Lecturas del día: Apocalipsis 11, 19a; 12, 1-6a.10ab / 2a. – 1 Corintios 15, 20-27a / Evangelio Lucas 1, 39-56

 

Hoy la Iglesia entera se llena de gozo al contemplar a María, la Madre del Señor, elevada al cielo en cuerpo y alma. No celebramos un mito ni una leyenda piadosa, sino un misterio de fe profundamente arraigado en la Revelación, en la Tradición viva de la Iglesia, y en la lógica del amor redentor de Dios.

 

La primera lectura del Apocalipsis nos presenta una imagen llena de gloria: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Esta mujer es figura de la Iglesia, pero en primer lugar es María, la que engendró al Hijo varón que ha de regir a todas las naciones. En medio del combate entre el bien y el mal, María aparece como signo de victoria, como anticipo del destino final de los redimidos.

 

San Pablo, en la segunda lectura, lo dice con claridad: Cristo resucitó como primicia, y luego resucitarán los que son de Cristo. María es la primera entre los que son de Cristo. Su glorificación anticipa la nuestra. Su Asunción no es un privilegio aislado, sino parte del plan divino: donde ha llegado Ella, estamos llamados a llegar también nosotros. Porque si el Hijo resucitó y ascendió al cielo, era justo que la Madre, totalmente unida a Él por la fe, por la gracia y por la misión, compartiera también su victoria.

María no fue salvada por sus méritos, sino por pura gracia. Pero esa gracia, acogida sin reservas, la transformó plenamente. Por eso su cuerpo no conoció la corrupción. En ella se realiza lo que el Concilio Vaticano II llama la anticipación del destino escatológico de la Iglesia. Su Asunción nos recuerda que la redención de Cristo abarca todo lo humano, incluso nuestro cuerpo, llamado también a la gloria.

 

Y el Evangelio, con el canto del Magníficat, nos revela el secreto más profundo de la Asunción: la humildad. “Ha mirado la humildad de su esclava… el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. María no buscó honores ni privilegios. Su grandeza está en su pequeñez: se vació de sí para que Dios lo fuera todo. Y Dios exaltó a los humildes. Así como Cristo se humilló hasta la cruz y fue exaltado, así también María se ofreció por amor y fue glorificada.

 

La teología franciscana —tan contemplativa y centrada en el misterio de la Encarnación— ha enseñado que María es la nueva Arca de la Alianza. Su cuerpo fue templo viviente del Verbo hecho carne. Por eso no era conveniente que ese cuerpo, santificado por la presencia real de Dios, sufriera la corrupción del sepulcro. Como dicen los Padres, “era necesario que la Madre de la Vida habitara junto al Autor de la Vida”.

 

En la Asunción de María vemos también un acto de justicia filial: el Hijo glorifica a su Madre. Pero, sobre todo, vemos un signo escatológico: al lado del nuevo Adán resucitado, está la nueva Eva glorificada. Cristo no quiso subir solo al cielo. Llevó consigo a su Madre como primicia de la humanidad redimida. En medio de un mundo que desprecia la dignidad del cuerpo, en especial del cuerpo femenino, la Asunción proclama con fuerza que el cuerpo es sagrado, templo del Espíritu, llamado a la resurrección.

 

Y aunque la Iglesia no define si María murió o no, la Tradición más sólida —y más antigua— afirma que sí murió. Pero murió como vivió: por amor. Y si el Hijo abrazó la cruz, ¿Cómo no iba la Madre a abrazar también ese paso, unida a Él hasta el fin?

 

María ha llegado a la meta. Nosotros aún estamos en camino. Pero ella, como Madre, no nos deja solos. Nos precede, nos acompaña, nos anima. Y nos recuerda que vale la pena vivir para Dios, vivir en gracia, vivir con fe.

 

Hoy no solo miramos al cielo: reconocemos que el cielo ya ha tocado la tierra. Y lo ha hecho en una mujer, humilde y creyente, que dijo sí a Dios… y que ahora brilla vestida de sol.

Que la Virgen Asunta nos enseñe a vivir con los ojos puestos en Cristo, y los pies firmes en el camino de la fe.

Amén.

Plegaria

Oh María, Madre del Señor resucitado, elevada hoy en cuerpo y alma a la gloria del Cielo, tú que fuiste morada del Verbo y servidora del designio eterno, míranos con ternura desde tu trono de luz.

Enséñanos a vivir como tú: con fe sencilla, corazón puro y total disponibilidad a la voluntad de Dios.

Que, como tú, sepamos acoger a Cristo en nuestra vida y seguirlo con amor hasta la cruz y más allá de la muerte.

Madre gloriosa, tú que eres primicia de la Iglesia glorificada, sostén nuestra esperanza, fortalece nuestra fidelidad y acompáñanos en este camino hacia la eternidad.

Ruega por nosotros, para que un día, transformados por la gracia y revestidos de inmortalidad, nos unamos a ti en el gozo eterno de tu Hijo.

Amén.

Mary F.S.

© 2021 El Club de La Vida – Todos los derechos reservados

Síguenos en: