Reflexión para el miércoles 29 de octubre – Lecturas: Romanos 8,26-30; Lucas 13,22-30
Todo coopera para el bien
La Palabra de hoy nos introduce en una de las verdades más profundas de la fe: Dios guía la historia con amor providente, y al mismo tiempo nos invita a entrar por la puerta estrecha del Reino. En estas dos líneas, la acción de Dios y la respuesta del hombre, se juega el sentido de toda nuestra existencia.
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La acción de Dios en nuestra historia
Dice san Pablo: “Sabemos que para los que aman a Dios, todo coopera para el bien.” (Rom 8,28)
No dice que todo sea bueno en sí mismo, sino que Dios puede sacar bien incluso del dolor, de la pérdida, del silencio, de la incomprensión. Hay un dinamismo de amor que precede a nuestra historia y la sostiene: “A los que de antemano conoció, también los predestinó para que fueran conformes a la imagen de su Hijo.”
Esto nos revela que la predestinación no es una etiqueta ni un destino cerrado, sino la expresión de un amor que nos precede. Desde antes de existir, fuimos pensados y amados. Y ese amor nos invita no solo a “parecernos” a Cristo, sino a configurarnos con Él, a encarnar el Evangelio y a tener sus mismos sentimientos y actitudes (cf. Flp 2,5).
Ser predestinados, en este sentido, significa ser modelados por la gracia hasta que la vida de Cristo se exprese en la nuestra: pensar con su mente, amar con su corazón, actuar con su compasión.
Dios elige siempre para enviar, bendice para que bendigamos. En la Biblia, toda elección lleva consigo una misión. Así, quienes hemos recibido la fe no podemos guardarla como un privilegio, sino como una responsabilidad: transmitir lo que hemos recibido, dejar que el Espíritu ore en nosotros, interceda y nos conforme al corazón de Jesús.
Cuando no sabemos cómo orar, el Espíritu Santo ora en nosotros con gemidos inefables. Esa es la raíz de toda verdadera oración: el Espíritu nos conduce al corazón de Cristo, donde aprendemos a mirar la vida, y también la muerte, con la serenidad del amor confiado.
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La puerta estrecha y la verdadera cercanía con Dios
En el Evangelio, Jesús nos habla con claridad: “Esfuércense por entrar por la puerta estrecha, porque muchos intentarán entrar y no podrán.” (Lc 13,24)
Esta advertencia no busca infundir miedo, sino despertar conciencia. La cercanía con Dios no se mide por la cantidad de obras, devociones o conocimientos religiosos, sino por la docilidad del corazón que se deja transformar por su gracia.
Hay quienes parecen estar muy cerca de Dios y sin embargo permanecen lejos, porque su corazón está cerrado. Y hay otros, los “últimos”, que, con sencillez, con humildad y con hambre de verdad, se abren y entran. Por eso el Señor dice: “Vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios.”
El Reino no es exclusivo. No depende de linajes, prestigios ni logros personales. Es una invitación universal, que requiere de nosotros una respuesta libre, amorosa, perseverante. Entrar por la puerta estrecha significa acoger la voluntad de Dios incluso cuando cuesta, vivir con coherencia el Evangelio, amar sin reservas, perdonar, servir, y poner el corazón donde está Cristo.
La fe auténtica no nos hace sentir “mejores que otros”, sino más responsables. Es la fe que se traduce en obras de amor, en misericordia concreta, en alegría que se comparte.
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La mirada hacia la eternidad
Si unimos ambas lecturas, descubrimos un mensaje luminoso y esperanzador: Dios actúa para nuestro bien y nos invita a entrar en su Reino eterno.
Esa obra de Dios abarca toda nuestra historia, desde antes de nacer hasta el momento en que llegue nuestra hora de partir hacia la eternidad.
Aquí resuena con fuerza el verso del Cántico de las Criaturas de san Francisco de Asís: “Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar.”
Francisco no la llama enemiga, sino hermana. Y puede hacerlo porque ve la muerte a la luz de la providencia de Dios. La muerte no es un accidente absurdo ni un final sin sentido: es el umbral por el que el amor de Dios nos introduce en la plenitud de su Reino.
Cuando llegue ese momento, no entraremos por nuestros méritos, sino por la misericordia del Señor que nos conoció, nos llamó y nos justificó. La “puerta estrecha” de la que habla Jesús puede verse también como esa última puerta: la del tránsito hacia la vida eterna. Y el que vive confiado en Dios, el que ha hecho de su vida una respuesta de amor, pasará por ella con paz, sabiendo que todo, incluso la muerte, coopera para el bien de los que aman a Dios.
Conclusión
Las lecturas de hoy nos invitan a vivir desde la confianza y hacia la eternidad.
Dios nos amó desde siempre y nos destina a ser conformes a su Hijo; su Espíritu intercede en nosotros y convierte nuestra oración en ofrenda; y Jesús nos llama a entrar por la puerta estrecha, la del amor que se entrega, la de la vida coherente con el Evangelio.
Que aprendamos, entonces, a mirar la muerte con ojos de fe, como parte del designio amoroso de Dios. Que cada día preparemos el corazón para ese encuentro definitivo, no con temor, sino con esperanza: la esperanza de quien sabe que el Padre nos espera en la mesa del Reino, junto a todos los que han respondido a su llamada.
Así, nuestra vida, y también nuestra muerte, será un “sí” a Dios, un eco del canto de Francisco:
“Bienaventurados los que mueren en tu santísima voluntad, porque la muerte segunda no les hará mal.”
Oración final
Señor Dios, Padre de misericordia, que conoces desde siempre nuestros pasos
y guías con sabiduría cada instante de nuestra vida, te damos gracias porque todo, incluso lo que no comprendemos, coopera para el bien de los que te aman.
Haz que tu Espíritu Santo ore en nosotros cuando no sabemos qué decir ni cómo pedir, y que nuestras palabras se conviertan en alabanza, nuestros silencios en confianza, y nuestras lágrimas en semillas de esperanza.
Enséñanos, Señor, a vivir con el corazón abierto, a caminar por la puerta estrecha del Evangelio, a ser testigos de tu amor en medio del mundo.
Líbranos del orgullo que nos aleja de ti y danos la humildad de los pequeños, para que podamos sentarnos un día a la mesa de tu Reino con todos los que han respondido a tu llamada.
Y cuando llegue la hora de nuestra partida, haz que recibamos a la “hermana muerte” como san Francisco, en paz contigo, sabiendo que en tus manos todo encuentra plenitud.
Que nuestra vida y nuestra muerte sean para tu gloria, y que, en tu casa eterna,
donde no hay llanto ni despedida, podamos gozar para siempre de tu presencia.
Por Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo,
Dios por los siglos de los siglos.
Amén.
Marynela Florido S.