Dios no improvisa.
Lecturas: En las festividades del Señor os reuniréis en asamblea litúrgica (Levítico 23,1.4-11.15-16.27.34b-37) / Evangelio: ¿No es el hijo del carpintero? Entonces, ¿de dónde saca todo eso? (Mateo 13,54-58)
Reflexión:
El calendario litúrgico del Antiguo Testamento, como hemos escuchado en la primera lectura, no es una simple lista de fiestas religiosas. Es un mapa espiritual cuidadosamente trazado por Dios, un entramado de días y estaciones en los que la eternidad toca el tiempo. Cada fiesta, cada sacrificio, cada día apartado para el Señor, es un eco del Cielo resonando en la historia.
Dios santifica el tiempo. Él no está confinado a un cielo lejano ni recluido en lo puramente espiritual. Al contrario: se complace en habitar el ritmo de nuestra existencia humana. Como nos recuerda el libro del Levítico, las fiestas del Señor son asambleas sagradas, es decir, espacios de encuentro real entre Dios y su pueblo. Son momentos en los que el Creador, como buen artesano del alma, talla en el tiempo humano una pedagogía del asombro, de la espera y de la presencia.
Pero aquí aparece una tensión: el corazón humano, habituado al paso de los días, puede volverse ciego al misterio que se esconde en lo habitual. Así, el Evangelio nos confronta con una escena profundamente desconcertante. Jesús, la Sabiduría eterna del Padre hecha carne, predica en su tierra, entre los suyos… y no es acogido. Lo que se impone no es la fe, sino la costumbre. Lo miran y preguntan con distancia: “¿No es este el hijo del carpintero?” Es decir: ¿Cómo puede lo divino venir envuelto en algo tan familiar?
Aquí se produce un drama espiritual que sigue vivo hoy: la familiaridad que ahoga la fe. Cuanto más creemos conocer algo, más tentados estamos a encerrarlo en nuestras categorías. A Jesús lo habían visto crecer, trabajar, fatigarse, llorar, reír. Y por eso les cuesta —les resulta escandaloso— pensar que en ese rostro tan cotidiano resplandezca la gloria del Dios vivo.
Pero es allí, precisamente allí, donde Dios ha querido revelarse: en lo pequeño, en lo concreto, en lo humano. La encarnación no fue una estrategia provisional: fue la decisión definitiva del amor. Dios no viene a “interrumpir” nuestra vida, sino a transformarla desde dentro.
Por eso, las fiestas del Señor no son solo recuerdos ni deberes religiosos. Son umbral. Son sacramento del tiempo. Son una escuela de sensibilidad espiritual. Nos entrenan para discernir la eternidad escondida en lo que pasa, lo extraordinario escondido en lo ordinario. Nos enseñan a mirar el pan y reconocer el Cuerpo, a escuchar una palabra y reconocer la Voz.
Pero, si dejamos que el alma se adormezca en la rutina, si vivimos la fe desde la costumbre y no desde el asombro, podemos cerrarnos como los de Nazaret. ¿Cuántas veces hemos recibido el Cuerpo de Cristo sin estremecernos? ¿Cuántas veces hemos oído el Evangelio sin que nos tiemble el corazón? Dios está, pero nosotros —como aquellos paisanos de Jesús— podemos no estar dispuestos a verlo.
El Evangelio nos lo dice con un dolor silencioso: “Y no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe.” No porque su poder estuviera limitado, sino porque el corazón que ya no espera, no puede acoger lo que llega.
La santidad no consiste en huir del mundo para encontrar a Dios, sino en dejar que Dios transfigure el mundo desde dentro. Y el tiempo —este tiempo de hoy— es uno de esos espacios que Él ha consagrado para encontrarse contigo.
Que no se nos pase de largo.
No llamemos “ordinario” a lo que Dios ha elegido como morada. La humanidad de Cristo no es un obstáculo, sino el puente. Las fiestas del Señor no son cargas, sino ventanas abiertas al Reino.
Volvamos a mirar. Volvamos a esperar. Volvamos a creer que el hijo del carpintero es también el Hijo del Altísimo. Que la Palabra se sigue haciendo carne en esta historia concreta, en este día, en esta Eucaristía.
Hoy —aquí— Dios está entre nosotros.
Amén.
Hoy, además, la Iglesia nos invita a hacer memoria de san Alfonso María de Ligorio, obispo, doctor de la Iglesia y maestro de almas. Su vida fue un testimonio luminoso de que la santidad no es reserva de lo extraordinario, sino vocación para lo diario. Alfonso enseñó que la voluntad de Dios se encuentra en lo concreto, en lo sencillo, en el deber de cada instante. Su espiritualidad, profundamente centrada en la misericordia de Dios y en la cercanía de Cristo, nos recuerda que cada momento puede ser redimido si es vivido con amor. Él mismo decía que “el tiempo es un tesoro: en cada minuto se puede ganar el Cielo”. Que su intercesión nos ayude a no dejar pasar la gracia del momento presente, y a vivir cada día, cada celebración, cada encuentro con Cristo como un milagro escondido en lo cotidiano.