Lecturas de este domingo: Amós 6, 1a. 4-7 – 1 Timoteo 6, 11-16 – Lucas 16, 19-31 (El rico epulón y el pobre Lázaro)
Introducción: El pecado que no se ve
La Palabra de Dios hoy no nos muestra escenas de violencia ni pecados escandalosos. Y, sin embargo, es una de las más severas del año litúrgico. El tono es de juicio, de advertencia final.
¿Dónde está el pecado? En algo más sutil, más profundo y más frecuente: la indiferencia.
La comodidad de quienes se sienten seguros (Amós), la advertencia a mantener el mandamiento “sin mancha” hasta la manifestación del Señor (1 Tim), y la parábola del rico que ignora a Lázaro (Lc), son llamadas serias a examinar el corazón.
Hoy, Dios nos pregunta:
¿A quién ves tú? ¿A quién ignoras? ¿A quién sirves?
- El peligro de vivir instalados (Amós 6, 1a. 4-7)
“¡Ay de los que se sienten seguros!” Así comienza la lectura del profeta. Y uno podría pensar: ¿es pecado sentirse bien? ¿Acaso está mal descansar, disfrutar un poco, tener una vida tranquila?
Pero Amós no se refiere a una simple comodidad exterior. Habla de una ceguera espiritual nacida del egoísmo. El profeta Amós denuncia a una clase dirigente que se siente segura, satisfecha y “por encima” del sufrimiento del pueblo. Comen, beben, se relajan… mientras la ruina se aproxima.
Los ricos de Samaría viven sin preocuparse por el derrumbe moral del pueblo, por el sufrimiento de los más débiles, por el juicio que se avecina. El pecado no es solo disfrutar; el pecado es hacerlo ignorando al hermano, evadiendo la responsabilidad, escapando de la realidad.
¿Es malo disfrutar? No, pero es terrible hacerlo desde la indiferencia, ignorando al necesitado.
Es una denuncia que también nos alcanza hoy: ¿cuántas veces convertimos nuestra casa, nuestra vida, nuestras rutinas, en fortalezas cerradas al clamor de los que sufren?
Lo más peligroso no es el lujo en sí, sino lo que puede producir en el alma: ceguera moral, egoísmo institucionalizado, desprecio del pobre, falta de conciencia.
Amós anticipa lo que Jesús también dirá siglos después: una vida centrada solo en uno mismo se convierte en el comienzo de la perdición.
- La lucha (el combate) del creyente (1 Tim 6, 11-16)
Frente a esta vida cómoda y superficial, San Pablo propone un camino muy distinto: “tú, hombre de Dios, lucha… guarda el mandamiento.” No se trata de vivir como espectadores o consumidores de religiosidad. Ser cristiano es entrar en batalla interior, es elegir cada día entre la fidelidad y la evasión.
San Pablo exhorta a Timoteo —y a cada cristiano— a no vivir dormido en la pasividad o la falsa seguridad espiritual. La vida cristiana es un combate noble, que exige vigilancia, fidelidad y perseverancia. Este combate no se libra solo con fuerzas humanas. Pablo lo enmarca en la esperanza de la manifestación gloriosa de Cristo. Es decir, cada pequeño acto de fidelidad, cada gesto de amor, cada renuncia al egoísmo, tiene un peso eterno.
Y este combate tiene una meta: la manifestación gloriosa de nuestro Señor Jesucristo. No luchamos por una causa humana, sino por una Persona viva, que ha vencido al pecado y a la muerte.
Aquí brilla una luz potente de Benedicto XVI, que nos ayuda a entender lo esencial de la vida cristiana: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” (Deus Caritas Est, n. 1)
Ese encuentro con Cristo nos transforma desde dentro. Cambia nuestras decisiones, nuestras prioridades, y, sobre todo: nuestra relación con los demás.
El cristiano no vive simplemente para “portarse bien”, sino para vivir en la verdad, en el amor y en la esperanza, confiando en la victoria final de Cristo.
- El abismo de la indiferencia (Lucas 16, 19-31)
El Evangelio es uno de los más duros y, al mismo tiempo, más gráficos de todos. El contraste entre el rico y Lázaro no está en sus méritos o pecados visibles, sino en su relación inexistente. El rico no persigue a Lázaro, no lo expulsa, no le hace daño directo. Simplemente no lo ve.
Y esa ceguera lo condena. No hay misericordia para el que no fue misericordioso. No hay consuelo para el que se blindó ante el sufrimiento del hermano.
El gran abismo que aparece después de la muerte ya estaba en vida: era el abismo creado por la indiferencia.
Aquí Jesús no está hablando de ricos y pobres en abstracto. Está mostrando el destino del que vive para sí mismo, aunque cumpla preceptos, aunque rece, aunque se diga creyente. Si no se deja tocar por el dolor ajeno, si no actúa con compasión, si no se convierte… el corazón se endurece hasta perderse.
- El juicio empieza en el corazón
Este Evangelio no es simplemente una advertencia: es una llamada urgente a cambiar de vida. No basta con “no hacer mal”; hay que hacer el bien activamente.
Como enseñaba Benedicto XVI, la fe no es un conjunto de ideas, sino un encuentro transformador con Cristo. Y ese encuentro nos lanza al otro, nos impulsa a salir de la autorreferencialidad, nos convierte en servidores.
La auténtica justicia cristiana no se limita a denunciar estructuras de pecado, sino que empieza en el corazón convertido, que se deja mover por el Espíritu y actúa con amor.
- Preguntas concretas para discernir
- ¿A quién tengo hoy como un nuevo Lázaro en mi puerta, en mi entorno, en mi vida?
- ¿Qué me impide verlo? ¿Miedo, comodidad, distracción?
- ¿Qué hago con lo que tengo? ¿Es cauce de amor o escudo de aislamiento?
- ¿Mi corazón está atento, disponible, compasivo… o está encerrado en mis planes y preocupaciones?
Conclusión: Vivir en vigilancia, amar con decisión
La Palabra de hoy nos advierte: el juicio vendrá. Pero no es un juicio caprichoso ni arbitrario: es la consecuencia de nuestras elecciones. El infierno no se impone: se elige, cuando el corazón se cierra, cuando la vida gira solo en torno a uno mismo.
Y lo contrario también es cierto: el cielo comienza cuando salimos al encuentro del pobre, cuando reconocemos en él el rostro de Cristo, cuando usamos lo que tenemos para construir vínculos de amor.
No se trata de temerle al infierno como una amenaza externa. Jesús no está diciendo: “Cuidado, que si no ayudas a los pobres te vas a condenar.” Está diciendo algo más profundo:
Si no abres tu corazón al otro, ya estás caminando hacia la muerte interior.
La eternidad no comienza después de morir: comienza en las decisiones que tomamos hoy. Por eso Jesús advierte con fuerza. Porque hay consecuencias reales. Porque el tiempo se acaba. Porque puede llegar el momento en que sea tarde para cambiar.
Lázaro nos espera
El juicio de esta parábola no está enfocado en el castigo, sino en una llamada urgente a amar de verdad. Dios no nos quiere culpables, sino convertidos. No nos quiere temerosos, sino misericordiosos.
Lázaro, el pobre, nos espera cada día, para que podamos —antes que sea tarde— abrirle la puerta de nuestro corazón. Y al abrirla, descubriremos que era Cristo mismo quien llamaba.
Oración final
Señor Jesús, que conoces cada herida y escuchas cada clamor, no permitas que vivamos dormidos, satisfechos, indiferentes.
Danos la gracia de ver al Lázaro que has puesto junto a nuestra puerta.
Enséñanos a amar no con palabras, sino con obras.
Haznos libres de nuestras seguridades vacías, y ricos en compasión, generosos en servicio, alegres en el compartir.
Y cuando llegue la hora de partir, que nuestras manos no estén llenas de lo que acumulamos, sino abiertas por todo lo que dimos.
Amén.
Mary F.S.