logo-resplandor final

Promotora Católica de Valores Humanos y Calidad Total

El Mundo de los Valores

Fiesta De La Transfiguración del Señor

Transfiguration_Raphael-3

Lecturas: Dn 7,9-10.13-14; 2Pe 1,16-19; Lc 9,28b-36

Hoy celebramos un misterio luminoso, profundamente revelador y lleno de esperanza: la Transfiguración del Señor en el monte Tabor. Este acontecimiento no fue solo una manifestación extraordinaria para tres discípulos privilegiados, sino una ventana abierta sobre el destino glorioso que Dios ha preparado para todos los que, con fe, lo siguen incluso en el camino de la Cruz.

1. La gloria que viene de lo alto
La primera lectura, del libro de Daniel, nos habla de un Hijo de hombre que se presenta ante el Anciano de días. Su vestidura es blanca como la nieve, símbolo de pureza y eternidad. Esta visión apocalíptica nos introduce en la clave teológica de la Transfiguración: Cristo no es solo el maestro de Galilea, ni solo el profeta esperado, sino el Rey glorioso, el Hijo eterno del Padre, revestido de la gloria que tenía antes de la creación del mundo.

Y sin embargo, ese mismo rostro resplandeciente será pronto desfigurado en la Cruz. Este es el gran contraste: la gloria y la Cruz no son dos realidades opuestas, sino inseparables en el misterio cristiano. Jesús no se transfigura para evitar la pasión, sino para fortalecer la fe de sus discípulos antes de enfrentarla. Así lo enseña también san Pedro en la segunda lectura: «Esta voz del cielo la oímos nosotros… cuando estábamos con Él en el monte santo». La experiencia de la gloria no elimina el escándalo de la Cruz, pero nos da luz para atravesarlo.

2. La Iglesia, esposa transfigurada
Lo que los apóstoles vieron en el monte fue una anticipación de la resurrección, una promesa para la Iglesia entera. Porque la Transfiguración no fue solo una revelación sobre Jesús, sino también sobre lo que Dios quiere hacer con nosotros. Nosotros también, como Iglesia, estamos llamados a contemplar el rostro de Cristo y a dejarnos transformar por su luz. En palabras de un gran pensador de nuestro tiempo: el misterio de Tabor revela lo que está en juego en la fe cristiana: no simplemente portarnos bien, sino ser transformados desde dentro, ser hechos luminosos por la gracia.

Y en esto, la liturgia tiene un papel central. La liturgia no es solo un conjunto de ritos, sino el espacio donde el cielo toca la tierra. Lo comprendieron muy bien los cristianos de Oriente: en la belleza del canto, de los gestos, de la luz, de los aromas, el cuerpo entero entra en la alabanza. Porque en Cristo, lo espiritual y lo material ya no están en conflicto, sino que la materia misma es redimida y elevada. Por eso la Transfiguración es también una clave para comprender la liturgia: no se trata de una evasión del mundo, sino de su renovación desde lo alto.

3. Caminar hacia la Luz, pasando por la Cruz
Pero no olvidemos un detalle esencial del evangelio de hoy: Moisés y Elías no hablaban con Jesús de sus milagros, ni de sus enseñanzas, sino de su «éxodo», es decir, de su muerte en Jerusalén. En el corazón de la Transfiguración está la Cruz. Y esto es vital para nosotros. No podemos querer la gloria sin aceptar el sufrimiento. No hay resurrección sin pasión. En nuestra vida también hay momentos de oscuridad, de prueba, de desfiguración. Pero si permanecemos unidos a Cristo, esa oscuridad no tendrá la última palabra.

Los apóstoles querían quedarse en el monte, pero no era el tiempo de construir tiendas. Era el tiempo de bajar con Jesús hacia Jerusalén, sabiendo que la luz que habían contemplado no se apagaría, aunque por un tiempo se ocultara tras el velo del dolor.

4. Un llamado a la esperanza
Queridos hermanos: esta fiesta nos invita a vivir con esperanza. A no desesperar ante la Cruz, ni ante el pecado, ni ante la oscuridad del mundo. El rostro de Cristo resplandeciente en el Tabor es la verdad más profunda sobre Dios y sobre el hombre. Dios no quiere destruirnos, sino glorificarnos. Y nosotros no estamos hechos para arrastrarnos en la mediocridad, sino para participar de la vida divina.

Hoy, al acercarnos a la Eucaristía, recordemos que este altar es también un monte santo. Aquí, aunque nuestros ojos no lo vean, Cristo se hace presente con su Cuerpo glorioso, para nutrirnos, para transformarnos, para prepararnos a la Pascua definitiva.

Que esta luz nos acompañe, sobre todo cuando caiga la noche. Porque sabemos, como dice san Pedro, que tenemos «una palabra profética más segura», y que hacemos bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en lugar oscuro, hasta que despunte el día y el lucero de la mañana salga en nuestros corazones.

Amén.

 

Mary F.S.

© 2021 El Club de La Vida – Todos los derechos reservados

Síguenos en: