Cuando las heridas, vividas por amor, se convierten en señales del Reino.
¿Y si nuestras cicatrices hablaran de amor en lugar de dolor?
Esta reflexión nos invita a mirar la debilidad no como fracaso, sino como el lugar donde la gracia se hace fuerte. A la luz de San Pablo y del Evangelio, descubrimos que lo único que permanece es el amor —y que incluso las heridas, cuando son por amor, tienen sabor de eternidad.
San Pablo en la carta a los Corintios (11,18.21b-30) y Jesús en el Evangelio (Mateo 6,19-23) nos muestran que en la pobreza y la debilidad vividas por amor, resplandece la verdadera fuerza de Dios.
Reflexionamos hoy en torno a los siguientes conceptos:
- San Pablo, con humildad y transparencia, nos muestra hoy que su verdadera gloria no está en los triunfos humanos, sino en su fidelidad en medio de las pruebas. Nos invita a descubrir que es en la debilidad donde se manifiesta la fuerza de Dios. Este testimonio que nos recuerda que las cicatrices del alma, cuando son por amor, se convierten en caminos de gracia.
- El Evangelio de hoy nos lleva al centro del corazón. Jesús nos enseña a elegir con sabiduría el lugar donde ponemos nuestra esperanza. Porque donde está nuestro tesoro, allí terminará estando también nuestro corazón. Que, al escuchar sus palabras, nos dejemos iluminar por su luz y renunciemos a todo aquello que oscurece nuestra mirada interior.
✤ Texto 1: 2ª Carta a los Corintios 11,18.21b-30
Hermanos: Son tantos los que presumen de títulos humanos, que también yo voy a presumir. Pues, si otros se dan importancia, hablo disparatando, voy a dármela yo también. ¿Que son hebreos?, también yo; ¿que son linaje de Israel?, también yo; ¿que son descendientes de Abrahán?, también yo; ¿que sirven a Cristo?, voy a decir un disparate: mucho más yo.
Les gano en fatigas, les gano en cárceles, no digamos en palizas, y en peligros de muerte, muchísimos; los judíos me han azotado cinco veces, con los cuarenta golpes menos uno; tres veces he sido apaleado, una vez me han apedreado, he tenido tres naufragios y pasé una noche y un día en el agua. Cuántos viajes a pie, con peligros de ríos, con peligros de bandoleros, peligros entre mi gente, peligros entre gentiles, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros con los falsos hermanos. Muerto de cansancio, sin dormir muchas noches, con hambre y sed, a menudo en ayunas, con frío y sin ropa. Y, aparte de todo lo demás, la carga de cada día, la preocupación por todas las Iglesias. ¿Quién enferma sin que yo enferme?; ¿quién cae sin que a mí me dé fiebre? Si hay que presumir, presumiré de lo que muestra mi debilidad.
✤ Evangelio: Mateo 6,19-23
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los coman, ni ladrones que abran boquetes y roben. Porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón.
La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!
Reflexión: Hoy, la Palabra nos toca en lo más hondo del corazón.
San Pablo nos ofrece un testimonio desconcertante. Cuando todos esperan una lista de triunfos, él responde con un catálogo de heridas: cárceles, naufragios, azotes, peligros, angustias, noches en vela, hambre, frío… Y como si no bastara, añade: “la carga de cada día, la preocupación por todas las Iglesias.” No presume de fuerza, sino de debilidad. No de conquistas, sino de cuánto ha padecido por amor.
¿Y por qué hace esto? Porque ha entendido profundamente que la gloria de Cristo se revela, no en la imponencia, sino en la cruz. El lenguaje de Dios no es el del poder humano, sino el del amor quebrado. Es en la carne rota del Crucificado donde se nos mostró la fuerza invencible de su misericordia.
Así también Pablo, al reconocerse débil, se descubre más unido a su Señor. Sus heridas se vuelven credenciales del Evangelio, y sus caídas, ocasión para que brille la fidelidad de Dios. Porque cuando todo lo demás falla, lo que queda —y nunca falla— es el amor.
Y luego, Jesús nos entrega otra clave para el camino: “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón.” ¿Dónde está el nuestro?
Esta pregunta se vuelve urgente cuando recordamos que la vida no es eterna en este mundo. Llega la hora de partir, y con ella, la verdad desnuda: no nos llevamos casi nada. Ni títulos, ni logros, ni seguridades. Solo el amor permanece. Solo lo que dimos con el corazón cruzado por la entrega.
Por eso, no se trata de renunciar a los bienes por una idea moralista o una exigencia exterior, sino porque sabemos —con la lucidez que da la fe— que solo vale la pena acumular lo que vence al tiempo: la compasión, la justicia, la bondad, la fraternidad. Vivir, para el cristiano, no es aplazar la muerte, sino vencerla cada día con actos de amor que no mueren.
Como miembros de la iglesia, como cristianos, como hermanos (menores), nuestra vocación no es huir del mundo, sino vivirlo con la mirada fija en lo eterno. No para despreciar la tierra, sino para habitarla con la sobriedad de quien sabe que es pasajero, y con la pasión de quien sabe que todo gesto de bien tiene peso de eternidad.
Nuestros ojos, dice Jesús, deben ser luz. ¿Qué hay en nuestra mirada? ¿Anhelo de posesión, de control, de poder… o esa ternura limpia que nace de mirar como mira Dios? Si la luz de nuestros ojos se apaga, también se apaga nuestra misión. Pero si la mantenemos encendida con el aceite del Evangelio, entonces todo nuestro ser será transparencia.
El Reino no necesita gigantes, sino testigos. No héroes intocables, sino hermanos con cicatrices. No acumuladores de méritos, sino siervos que saben que la pobreza —vivida por amor— es la más grande riqueza.
Plegaria final
Señor Jesús, tesoro escondido en la pobreza del pesebre y en la debilidad de la cruz, haz que nuestro corazón esté siempre donde Tú estás: entre los pobres, los heridos, los pequeños.
Enséñanos a presumir no de nuestras fuerzas, sino de las veces que caímos y Tú nos levantaste.
Haz de nuestras heridas, señales de comunión; de nuestras sombras, ocasión de luz.
Que aprendamos a vivir sin temor a la muerte, porque Tú la has vencido con amor.
Y que cada paso, cada elección, cada renuncia, sea un acto de libertad y de fe.
Danos ojos limpios para ver lo eterno, corazón sencillo para vivir lo esencial, y manos vacías para abrazar tu Reino.
Amén.
Por Marynela Florido S. – Equipo Club de la Vida