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El Mundo de los Valores

El juicio final como revelación del amor

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Domingo 2 de noviembre – Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos

En este episodio descubrimos cómo la santidad no se mide por gestos extraordinarios, sino por el amor concreto y perseverante que vivimos cada día.

 

Recordamos que el cuidado, la compasión y el servicio a los demás son caminos donde lo humano y lo divino se encuentran, y que el amor de Cristo une a vivos y difuntos en la comunión de la Iglesia.

 

Una meditación en clave franciscana sobre cómo ser santos en lo cotidiano y cómo nuestro amor puede trascender incluso la muerte.

 

Serie: Con los pies en la tierra y el alma en el cielo – en clave franciscana

Evangelio: Mateo 25, 31-46 La santidad que se hace servicio y la vida que vence a la muerte.

Paz y bien, hermanos.

Hoy nos detenemos ante un misterio que toca lo más hondo del corazón: la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos.

 

La Iglesia se reviste de silencio orante y esperanza cierta para interceder por sus hijos e hijas que han partido al encuentro del Señor.

Porque el amor, cuando brota de Dios, no conoce ocaso: atraviesa el velo de la muerte, transforma el duelo en esperanza y mantiene unida a la familia de los creyentes más allá del tiempo.

Hoy la liturgia nos invita a contemplar y unir la muerte de todos los fieles con la muerte y resurrección de Cristo, para que la vida victoriosa del Señor —la vida que no termina— se haga también plenitud en ellos y esperanza para nosotros.

 

Al acercarnos al Evangelio de hoy, abramos nuestro corazón al misterio de Cristo que viene en su gloria.

Jesús nos muestra que la vida verdadera se revela en el cuidado de los hermanos, especialmente de los más pequeños y necesitados.

Cada gesto de amor, cada servicio silencioso, se convierte en encuentro con Él.

Escuchemos, entonces, sus palabras, como quien atiende el latido del corazón de Dios, y dejemos que transformen nuestra mirada sobre la vida, la muerte y la eternidad.

Reflexión

Hermanos, hoy el Señor nos pone frente a un espejo que refleja el corazón de la humanidad.

El juicio final no se basa en nuestras riquezas, títulos o prestigio, sino en el amor vivido: en el pan compartido, en la caricia del consuelo, en el acompañamiento de quienes sufren.

Cada acción de bondad hecha al hermano se convierte en servicio a Cristo mismo.

Profundización teológica

Este Evangelio no es una parábola más: es la autorrevelación del Hijo del Hombre como Juez y como Hermano.

Cristo no juzga desde fuera, sino desde dentro de la historia.

En cada gesto de misericordia, en cada acto de servicio, Él mismo se identifica con los que sufren.

 

Benedicto XVI decía que “el juicio de Dios no es una mirada que condena, sino el acto de un Amor que sana”.

Por eso, el fuego del juicio es el fuego del amor divino: un amor que ilumina lo que fue verdadero y purifica lo que no lo fue.

 

Los santos comprendieron esto. Sabían que el examen final no sería de conocimientos, sino de compasión.

San Francisco lo vivió en carne propia: no quiso dominar, sino servir; no buscó poder, sino fraternidad; y en cada leproso, en cada hermano difícil, reconoció al Cristo escondido.

 

Seremos juzgados por el amor, pero no un amor sentimental, sino una caridad que se hace pan, escucha, consuelo, presencia.

Ese amor que no busca brillo, sino fecundidad; que no se agota en palabras, sino se encarna en obras.

 

Dimensión espiritual y franciscana

Para el corazón franciscano, este Evangelio es un espejo del alma.

Nos recuerda que la pobreza evangélica no es carencia, sino disponibilidad: libertad para amar sin reservas, espacio para que el otro tenga lugar.

El hermano necesitado es el altar donde se celebra nuestra fe.

 

Cuando Francisco abrazó al leproso, la frontera entre lo puro y lo impuro se disolvió: allí, en la carne herida, descubrió el rostro de Cristo.

Eso mismo anuncia hoy el Evangelio: no hay distancia entre Dios y el hombre que ama, porque en el amor, el cielo toca la tierra.

Aquí encontramos un principio profundamente franciscano: la santidad no es una abstracción ni un ideal lejano.

Es un camino de vida, una presencia de Dios que se hace concreta en los hermanos y hermanas.

San Francisco entendió que la gloria no se mide en grandes obras, sino en la fidelidad humilde al llamado diario de servir, de levantarse una y otra vez, de hacer que la ternura de Dios llegue a quienes sufren.

 

En este día, al recordar a nuestros difuntos, comprendemos que la caridad de la Iglesia trasciende las fronteras de la muerte.

Lo que sembramos en amor aquí, sigue dando fruto en la eternidad.

Cada vez que celebramos la Eucaristía, nos unimos a esa Iglesia que vive, ora y espera.

Nosotros, los peregrinos, caminamos hacia la plenitud; ellos, los difuntos, se purifican en la misericordia; y los santos ya contemplan el rostro de Dios.

Juntos formamos un solo cuerpo, un solo pueblo que avanza hacia la eternidad.

 

La reflexión sobre la muerte, lejos de entristecernos, nos sitúa en la verdad.

Nos enseña a valorar el tiempo, a vivir con propósito, a servir con generosidad.

Porque un día —y solo Dios sabe cuándo— escucharemos también esa voz:

“Ven, bendito de mi Padre, recibe la herencia del Reino preparado para ti.”

Para que esas benditas palabras nos alcancen, es necesario haber caminado en la fidelidad a su voluntad, haber permitido que la conversión transforme nuestro corazón, y haber hecho viva su Palabra en la vida cotidiana. Escuchar a Dios significa también obedecerlo, y hacer de cada gesto de amor y de cada acto de misericordia un reflejo de su Reino que ya comienza a crecer aquí, entre nosotros.

 

Aplicaciones prácticas

 

Revisemos nuestra manera de vivir la fe: ¿nuestro amor se queda en palabras o se hace servicio?

 

En la comunidad, en la familia, en los gestos sencillos de cada día, busquemos a los necesitados, los olvidados, los cansados. Allí está Cristo.

 

Reflexionemos sobre la muerte no como fin, sino como llamada a profundizar nuestro amor y a vivir cada día con sentido. Cada oración, cada sacrificio, cada acto de misericordia es semilla que florece en la eternidad.

 

Que esta palabra nos ayude a caminar con los pies en la tierra y el alma en el cielo, siendo testigos del amor que no muere, que se renueva en servicio, y que nos prepara para la vida eterna.

 

La medida del amor cristiano no se manifiesta en lo que logramos o mostramos, sino en nuestra capacidad de encarnar el amor de Dios en acciones concretas, incluso cuando pasan desapercibidas para el mundo.

La auténtica santidad se revela en la constancia y la paciencia del corazón, en la ternura y el cuidado silencioso que ofrecemos cada día a los demás. La verdadera santidad es fiel, paciente, y se despliega en la cotidianidad del cuidado y la compasión.

 

 

Oración final

 

Señor Jesús, Juez misericordioso y Hermano de los pequeños, enséñanos a reconocerte en cada rostro, a servirte en cada necesidad, a vivir amando como Tú amas.

 

Danos un corazón sensible, que no se canse de hacer el bien, y que sepa mirar la muerte no con miedo, sino con esperanza.

 

Que la luz de tu Pascua ilumine a nuestros difuntos, y que tu amor nos reúna un día en la patria del cielo, donde toda lágrima será enjugada y todo anhelo saciado en ti.

Amén.

Paz y bien. Nos encontramos el próximo domingo para seguir caminando, con los pies en la tierra y el alma en el cielo, en clave franciscana.

Marynela Florido S.

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