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El Mundo de los Valores

La Verdad ante la que toda amenaza, miedo y oscuridad pierden su poder.

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Reflexión octubre 30 de 2025 – Lecturas: (Romanos 8,31b-39) Ninguna criatura podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo – (Lucas 13,31-35) No cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén

De la Jerusalén terrena a la Jerusalén celestial: el Amor que nada puede vencer.

 

Hoy la Palabra de Dios nos eleva hacia una de las cumbres más luminosas de toda la Escritura: la certeza del amor invencible de Dios manifestado en Cristo Jesús. Frente a esa verdad, toda amenaza, todo miedo y toda oscuridad pierden su poder.

 

  1. “Si Dios está con nosotros, ¿Quién estará contra nosotros?”

 

San Pablo, en este final del capítulo octavo de la carta a los Romanos, nos transmite una fe encendida. Habla como quien ha experimentado personalmente la fuerza del amor de Dios en medio de la lucha, del cansancio y del dolor. Y por eso puede decir, con convicción profunda:

 

“¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿El peligro? ¿La espada? Nada nos podrá separar del amor de Dios.”

 

Estas palabras no son una poesía piadosa; son la confesión de un hombre probado. Pablo conocía la cárcel, el rechazo, la incomprensión, y sin embargo declara victorioso que el amor de Cristo es más fuerte que cualquier enemigo.

 

Esta es la esencia de la fe cristiana: no creemos en un destino impersonal ni en una energía cósmica que equilibre las fuerzas del universo. Creemos en un Dios personal, justo y tierno, que ama a cada hijo con amor eterno, que se hace cercano, que sufre con nosotros, que nos redime en Cristo.

 

Por eso el cristiano no habla de “karma” ni de suerte, sino de Providencia. En nuestra vida no hay casualidades, sino caminos donde el amor de Dios se manifiesta y educa. Todo lo que ocurre: gozos, pruebas, pérdidas; se convierte, en manos de Dios, en ocasión para crecer en la confianza.

 

  1. El amor que se entrega hasta el extremo

 

Ese amor de Dios no es teórico ni sentimental: tiene un rostro, un cuerpo, una cruz.

Cristo, el Hijo amado, se entrega hasta la muerte, y de su costado abierto brota la nueva Jerusalén: la Iglesia, su Cuerpo, el signo visible de la alianza eterna.

 

La verdadera Jerusalén y la Jerusalén celestial

 

La verdadera Jerusalén no es ya la ciudad de piedra, sujeta a los límites del tiempo y de la historia, sino el Cuerpo glorioso del Señor resucitado, en quien se cumple toda promesa de alianza.

Los Padres de la Iglesia vieron en la antigua Jerusalén una figura profética del misterio de Cristo y de la Iglesia. San Agustín hablaba de dos Jerusalén: la terrena, símbolo del pueblo peregrino en medio de la historia, y la celestial, imagen de la comunión definitiva entre Dios y sus hijos. Esa Jerusalén del cielo no es un lugar distante, sino una realidad que comienza ya en la Iglesia, Cuerpo y Esposa de Cristo, donde Dios habita por su Espíritu (cf. Ap 21,2-3).

 

Por eso decimos que la Iglesia es la nueva Jerusalén, edificada no con piedras materiales, sino con las almas redimidas que se convierten en templos vivos del Espíritu Santo. En ella se cumple la profecía: “Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo.” (Jer 31,33)

Desde el costado abierto de Cristo, como enseñaban los Padres de la iglesia, brotaron el agua y la sangre, signos del Bautismo y de la Eucaristía, que hacen nacer y sostienen esta nueva Ciudad de Dios. Los sacramentos son las fuentes que dan vida a la Jerusalén nueva, porque por ellos fluye la gracia del Redentor hacia todos los miembros de su Cuerpo.

 

Cada Eucaristía es, entonces, una actualización sacramental de esa Jerusalén viva, donde el Cordero inmolado reina en medio de su pueblo. En el altar, el cielo y la tierra se tocan: lo visible se une a lo invisible, y el amor de Dios se hace carne una vez más en el Pan consagrado.

Así comprendemos que Dios no ama de palabra ni de sentimiento, sino de modo encarnado: su amor tiene cuerpo, sangre y presencia.

La Eucaristía es el corazón palpitante de la nueva Jerusalén, el punto donde todo el pueblo de Dios se reúne, anticipando el banquete eterno del Reino.

 

Y cuando celebramos este misterio, no solo recordamos un hecho pasado, sino que entramos en la realidad de la Jerusalén celestial, donde Cristo, Sumo Sacerdote y Cordero, intercede por nosotros ante el Padre.

La Jerusalén hacia la que Cristo camina no se agota en la ciudad que lo rechaza y lo crucifica; esa Jerusalén terrena es solo el umbral de otra, definitiva y gloriosa: la Jerusalén celestial.

Allí se cumple la promesa que late en el corazón del Evangelio: “Dios habitará con ellos, y enjugará toda lágrima de sus ojos.”

Esa ciudad santa no está hecha de piedra, sino de personas redimidas; no se edifica con leyes humanas, sino con el fuego del amor divino.

Los Padres de la Iglesia enseñaban que en ella resplandece la plenitud del Cuerpo de Cristo, la Iglesia gloriosa, donde los santos y los ángeles forman la comunión eterna del Amor.

Cada vez que celebramos la Eucaristía, la Jerusalén celestial se hace presente entre nosotros: el cielo se abre, y la liturgia terrena se une al canto eterno del Cordero.

Así comprendemos que el amor de Dios que nos sostiene en el presente no es solo consuelo, sino promesa de plenitud, destino de comunión, certeza de que nada, ni la muerte, podrá apartarnos de Él.

 

  1. El amor que confronta y purifica

 

En el Evangelio, Jesús expresa su firme decisión de seguir su camino hacia Jerusalén, a pesar de las amenazas. Sabe que allí lo espera la cruz, pero también la plenitud de su misión. Por eso responde:

 

“No cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén.”

 

No hay amargura en sus palabras, sino una conciencia profunda del designio del Padre. Cristo no huye del conflicto ni del dolor, porque su obediencia es la forma suprema del amor.

 

Así, el amor de Dios no es ingenuo ni blando: es un amor que confronta la mentira, que desenmascara el pecado, que purifica. Cuando Jesús llora sobre Jerusalén, no lo hace con resentimiento, sino con ternura:

 

“¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina protege a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste!”

 

Ese lamento sigue resonando hoy, porque también nosotros resistimos a veces la voz de Dios. Queremos que su amor nos consuele, pero no que nos corrija; queremos sus dones, pero no siempre su cruz.

Sin embargo, la verdadera libertad nace solo cuando aceptamos ser amados y transformados. Cristo confronta para sanar, y corrige para salvar.

 

  1. Un amor más fuerte que la muerte

 

Al final, tanto la carta de san Pablo como el Evangelio nos llevan al mismo punto: el amor de Dios no se detiene ante nada. Es más fuerte que el pecado, que el miedo, que el rechazo y hasta que la muerte.

 

Por eso, cuando pensamos en nuestra vida y en nuestra propia partida hacia la eternidad, estas palabras de Pablo se convierten en promesa:

 

“Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes, ni lo presente ni lo futuro, ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús.”

 

Llegará un día en que pasaremos, como todo ser humano, por la puerta de la muerte. Pero no iremos hacia la nada, sino hacia Aquel que nos ha amado primero.

San Francisco de Asís la llamó “hermana muerte”, porque supo verla ya transfigurada por Cristo. No es la enemiga final, sino el umbral por el cual entramos en la plenitud del Amor.

 

Si hoy vivimos en Cristo, la muerte no será ruptura, sino encuentro. No será pérdida, sino cumplimiento. No será silencio, sino plenitud de palabra: el amor de Dios, total y definitivo, que nos espera desde siempre.

 

Conclusión

 

Dios no se desentiende de su creación ni de sus hijos. Nos acompaña, nos corrige, nos perdona, nos transforma. Su amor es nuestra seguridad más profunda, la roca sobre la que se apoya toda esperanza.

Por eso, aunque vengan pruebas o días oscuros, aunque el mundo cambie y todo parezca incierto, nada ni nadie podrá separarnos de su amor.

 

Vivamos, entonces, como hijos que confían en su Padre, sin miedo, con el corazón libre, perseverando en la fe y en el amor, hasta que el día de nuestra muerte sea también el amanecer de nuestra comunión eterna con Él.

 

Oración final

 

Señor Jesús, Tú que amaste hasta el extremo y diste tu vida por nosotros, haz que vivamos seguros de tu amor, sin dejarnos vencer por el miedo ni por la tristeza.

 

Cuando el dolor o la prueba nos visiten, recuérdanos que nada puede apartarnos de ti, porque tu cruz ha vencido al pecado y a la muerte.

 

Danos un corazón libre y confiado, capaz de amar incluso cuando cuesta, capaz de perdonar y de servir con alegría.

 

Y cuando llegue la hora de nuestro encuentro definitivo, recíbenos en la Jerusalén del cielo, donde tu amor será todo en todos, y donde viviremos para siempre en tu presencia.

 

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

 

Amén.

Marynela Florido S.

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