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Lámpara encendida ante el Altísimo: Clara de Asís, Esposa del Crucificado”

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Espejo del Amado: desierto, vasija y vid en la luz del Evangelio

Solemnidad de Santa Clara de Asís

(Lecturas: Oseas 2,14b.15b.19‑20; 2 Corintios 4,6‑10.16‑18; Juan 15,4‑10)

Hoy, la familia franciscana y la Iglesia entera, se recoge en torno a la luminosa figura de Santa Clara de Asís, aquella “pequeña planta” —como amorosamente la llamó san Francisco— que brotó junto al manantial del Evangelio vivido y que, con el tiempo, dio un fruto propio, perfumado de contemplación, pobreza alegre, firmeza interior y profunda sabiduría evangélica.

Celebrarla es dejarnos tocar por su vida, que no fue una historia de clausura externa, sino de apertura radical al Amor más grande, de entrega esponsal a Cristo pobre y crucificado. Y lo hacemos a la luz de tres textos sagrados que delinean, como un icono, la forma interior de su alma.

  1. “La llevaré al desierto… Te desposaré conmigo para siempre” (Os 2,1420)

El primer paso de Dios no es imponer, sino seducir. El lenguaje de Oseas es el del amor conyugal: Dios conduce a su amada al desierto para hablarle al corazón. No a la mente, no a la lógica, sino al centro mismo del afecto y de la libertad.

Clara entendió esta dinámica profundamente. El desierto no fue para ella un lugar físico solamente —aunque lo vivió en la soledad de San Damián— sino una configuración interior: despojarse, silenciarse, disponerse a una relación esponsal. Por eso, lo dejó todo: linaje, herencia, seguridad, para quedarse con el Esposo.

En ese desierto se escucha de otro modo. Dios no grita. Dios murmura al corazón. Clara, joven valiente y seducida por el ejemplo de Francisco, supo que el Amor verdadero no necesita seguridades, sino libertad. Como la Iglesia Esposa, Clara se dejó desposar por Cristo. No una vez, sino cada día. Por eso le escribe a Inés de Praga:

“Si sufres con Él, con Él reinarás; si lloras con Él, con Él gozarás; si mueres con Él, con Él vivirás eternamente.”

Este es el eco de Oseas: un amor que lo entrega todo y se hace eterno. Clara no quiso una vida para sí, sino una existencia que se convirtiera en altar de encuentro. ¿No es acaso eso la clausura? No una renuncia al mundo, sino una radical pertenencia a Otro.

  1. “Llevamos este tesoro en vasijas de barro…” (2 Cor 4,610.1618)

San Pablo describe aquí lo que podríamos llamar la teología de la fragilidad fecunda. Clara no sólo la conoció: la encarnó con delicadeza y firmeza.

Cuerpo débil, salud quebrada, noches de dolor y limitaciones. Y, sin embargo, su vida resplandecía. Como una custodia viva, llevaba el Tesoro en su vasija quebradiza. ¿Y cuál era ese Tesoro? Cristo mismo, contemplado, amado, imitado.

La verdadera pobreza, como diría san Buenaventura, es la pobreza que nos hace transparentes. Clara fue transparente. No opacó la luz de Cristo; la dejó pasar. Desde su interioridad silenciosa, Clara dejó que el poder de Dios se manifestara. De hecho, su defensa del “privilegio de pobreza” no fue capricho, fue una intuición teológica: que nada estorbe la acción de Dios; que el alma esté desnuda para ser vestida de luz.

¿Y no es esa la vocación franciscana? No la de ser fuertes, sino la de dejarnos habitar. No la de lograr, sino la de acoger. No la de brillar por sí mismos, sino la de reflejar como luna la luz del Sol de justicia.

En Clara, la vida interior no se apaga con la debilidad. Al contrario: se intensifica. En las noches largas de enfermedad, se hace oración ofrecida. En el desgaste del cuerpo, se hace oblación. En el silencio, se convierte en clamor por el mundo.

Como escribió el papa Francisco: “Santa Clara fue fuerte en su fragilidad y fecunda en su pobreza” (Mensaje, 11 agosto 2021).

  1. “Permanezcan en mí… y darán mucho fruto” (Jn 15,410)

La tercera lectura nos lleva al corazón mismo de la vida cristiana: la permanencia. No hay fruto sin raíz, no hay fecundidad sin unión vital. Clara supo que la fecundidad no se mide por obras externas, sino por la intensidad del permanecer.

Ella permaneció. En la oración, en la pobreza, en la fidelidad. Permaneció cuando su alma se llenaba de luz y también cuando el cuerpo dolía y la noche era larga. Su vida fue un sarmiento unido a la Vid, y por eso su existencia dio un fruto abundante: el de una forma de vida nueva, escondida al mundo, pero fecunda en el Espíritu.

En sus cartas a Inés, Clara habla de Cristo como el Espejo. No uno que refleja superficialmente, sino un Espejo en el que el alma se transforma. Mirar, contemplar, imitar. Tres verbos que delinean la mística clariana: “Mira todos los días en este espejo… y contempla allí tu hermosura, para revestirte interior y exteriormente de sus virtudes.”

Permanecer en Cristo es dejarse mirar por Él y, al mismo tiempo, mirarlo hasta quedar configurados. Clara hizo de la Eucaristía su alimento y de la cruz su escuela. Su contemplación no fue evasiva: fue profundamente cristocéntrica, eucarística, encarnada. 

 

  1. Contemplación franciscana: una vida hecha forma de Evangelio

No podemos cerrar esta reflexión sin aludir a la profunda coherencia franciscana de Clara. Su modo de vivir fue el mismo de Francisco, pero con voz propia. Ella supo integrar los pilares de nuestra espiritualidad: la pobreza que libera, la humildad que ensancha el corazón, la caridad que se vuelve forma de vida.

La clausura no fue una renuncia, sino un modo de decir: “Tú lo eres todo, Señor.” Como Francisco con el leproso, Clara con el Crucificado pobre, descubrió la belleza donde el mundo no mira.

Y lo vivió no sola, sino en fraternidad. San Damián fue un pequeño Evangelio hecho carne, un lugar donde se vivía la sororidad no como estrategia, sino como reflejo del amor trinitario.

Conclusión: Clara, lámpara ardiente

Santa Clara sigue siendo lámpara encendida ante el Altar. Su vida no está detrás de nosotros, sino por delante. Nos señala un camino de simplicidad radical, de amor total, de pobreza que canta.

Celebremos hoy no sólo su memoria, sino la llamada que nos hace: a ser desierto disponible, vasija abierta, sarmiento fecundo, espejo de Cristo.

Que Santa Clara, nuestra hermana y madre, interceda por nosotros.

Que nos enseñe a mirar y a amar como ella lo hizo.

Y que nosotros, como ella, aprendamos a pertenecerle sólo al Señor.

 

 Plegaria

Señor Dios, Altísimo y Bueno, fuente de toda luz y amor, te damos gracias por el don de Santa Clara de Asís, virgen sabia, lámpara encendida, primera pobre del Evangelio, esposa del Cordero inmolado.

Tú la condujiste al desierto, y allí hablaste a su corazón.

La desposaste en la pobreza, la adornaste con la humildad, la inflamaste con el amor.

Haz, Señor, que nosotros, como ella, miremos cada día tu Rostro, y contemplando tu hermosura en el Espejo de la cruz, nos dejemos transformar por la gracia.

Haznos pobres de espíritu, hambrientos de tu Palabra, fieles en la pequeñez, perseverantes en la unión contigo.

Enséñanos a permanecer en Ti, a ser sarmientos vivos de tu Vid santa, para que nuestra vida dé fruto de paz, de comunión fraterna, de alabanza silenciosa.

Por su intercesión, renueva a tu Iglesia en la fidelidad evangélica, sostén a las hermanas de Santa Clara en su vida de oración y entrega, y enciende en toda la familia franciscana el fuego del primer amor.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Amén.

Paz y Bien.
Marynela F.S.

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