Reflexión # 1
No es el miedo al castigo lo que mueve al cristiano, sino el amor al Dios que lo espera.
Lecturas: Lucas 12, 32-48 / Sab 18, 6-9
- Un Dios que salva mientras juzga
La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, nos muestra un misterio fascinante:
“Con una misma acción castigabas a los enemigos y nos honrabas, llamándonos a ti.” (Sab 18,6)
Aquí se revela algo fundamental del actuar divino: Dios no actúa con duplicidad, sino con profundidad. No divide su acción entre “castigo” y “gracia” como si fuesen dos polos separados. Su juicio es gracia, y su gracia es juicio. Lo que para unos se vuelve oscuridad, para otros se vuelve claridad. Lo que para el Egipto endurecido fue plaga, para Israel fue paso.
En esta línea, San Francisco diría que “todo bien viene de lo Alto” y que incluso los momentos oscuros de la historia tienen un mensaje para los que velan: Dios está actuando. Siempre. Incluso cuando parece oculto.
Por eso, los justos en la noche de Egipto velaban, tenían la mesa preparada, estaban ceñidos para la partida. No porque supieran cuándo iba a venir la liberación, sino porque vivían deseándola. Como diría san Buenaventura: “La vigilancia no es miedo a perderse, sino anhelo de encontrarse con el Amado.”
- La fe como paso hacia lo que aún no se ve
Hebreos 11 es uno de los textos más bellos y teológicamente densos de todo el Nuevo Testamento. Se nos habla de Abrahán como un hombre que creyó y salió, sin saber adónde iba, porque esperaba “una ciudad cuyo arquitecto y constructor es Dios”. (Heb 11,10)
Esta es la clave de la vigilancia cristiana: no mirar sólo lo que se ve, sino caminar sostenidos por la esperanza, esa virtud que el mundo considera locura o ingenuidad.
Benedicto XVI, en Spe Salvi, nos recuerda que la fe cristiana es “una esperanza que transforma la vida y la historia”, porque no se basa en lo que el hombre puede construir, sino en lo que Dios ha prometido y cumplirá. Y eso cambia todo. Porque, como el pobre de Asís, cuando uno ya no vive para poseer, sino para recibir, entonces la vida se convierte en camino.
Y no hacia cualquier ciudad, sino hacia la Ciudad de Dios, la Jerusalén celestial, donde la lógica del tener y del competir ya no tiene lugar, y todo se mide por la capacidad de amar.
III. El Evangelio: velad con lámparas encendidas
Jesús hoy no nos ofrece un código de conducta sino una forma de vivir: estar preparados. No por temor, sino por amor vigilante.
“Dichosos los criados a quienes el señor al llegar los encuentre en vela.” (Lc 12,37)
Franciscanamente, esto tiene un eco muy fuerte. Porque san Francisco no fue un hombre “organizado” o “eficiente” según el mundo. Fue un pobre vigilante. Uno que esperaba al Señor en cada rostro, en cada criatura, en cada momento.
En este Evangelio, Jesús nos revela el corazón del Padre: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino.” (Lc 12,32)
Esto no es poesía. Es teología profunda. No se trata sólo de que Dios quiera darnos algo: se trata de que Él nos quiere a nosotros en el Reino, como hijos, como herederos, como esposos del Cordero.
Por eso, el Reino no es un lugar que se alcanza, sino una comunión que se prepara.
Y ¿cómo se prepara? Con lámparas encendidas. ¿Qué son esas lámparas?
- La lámpara de la oración fiel, incluso cuando parece que no pasa nada.
- La lámpara de la caridad silenciosa, que no hace ruido, pero enciende el mundo.
- La lámpara de la pobreza elegida, no como castigo, sino como espacio vacío donde Dios puede entrar.
- La lámpara de la confianza en lo invisible, incluso cuando todo lo visible se tambalea.
- Una vigilancia franciscana
La vigilancia no es paranoia espiritual. Es afinar el corazón para que no se duerma. Y en eso, nuestros hermanos franciscanos tienen una lección preciosa: aprender a vivir con los ojos abiertos y el corazón descalzo.
San Francisco velaba con la naturaleza, con los hermanos, con los pobres. Velaba con los estigmas. Y Clara velaba con el Santísimo. Ambas formas de vigilancia son válidas, hermosas, fecundas. Lo importante no es el lugar desde donde velas, sino a Quién estás esperando.
El alma creyente no camina por temor a la condena, sino por anhelo de comunión eterna.
- Conclusión: cuando el Señor venga…
Cuando venga el Señor, y vendrá, no nos preguntará cuánto acumulamos, ni si el mundo nos comprendió.
Nos preguntará si estábamos despiertos, si vivíamos como si Él realmente fuera nuestra herencia, si pusimos el corazón en la ciudad que no se ve, pero que no se destruye.
Y si encuentra en nosotros esa lámpara encendida, Él mismo se ceñirá, nos hará sentar a la mesa, y nos servirá. (cf. Lc 12,37)
Eso… eso es el Cielo.
Plegaria final:
Señor, haznos vigilantes.
Que nuestra fe no se enfríe, que nuestra esperanza no se canse, que nuestro amor no se apague.
Que al igual que Abraham, caminemos hacia Ti sin saber todos los detalles, pero sabiendo que Tú nos llamas.
Y que, como Francisco y Clara, vivamos con el corazón pobre, las manos abiertas, y los ojos fijos en Ti, Esposo que viene.
Amén.
Reflexión # 2 Domingo XIX del Tiempo Ordinario – Ciclo C
No es el miedo al castigo lo que mueve al cristiano, sino el amor al Dios que lo espera.
Sab 18, 6-9 | Heb 11, 1-2.8-19 | Lc 12, 32-48
- Una noche, una mesa, una espera
El libro de la Sabiduría, escrito para una comunidad judía perseguida y dispersa, nos presenta una memoria pascual que no es solo recuerdo, sino profecía viva:
“Aquella noche fue anunciada de antemano a nuestros padres para que, sabiendo a qué juramentos habían creído, tuvieran buen ánimo.” (Sab 18,6)
Esa noche fue doble: castigo para los impíos, gloria para los justos. Pero en realidad, fue una sola acción divina, con dos respuestas humanas. No hay una «acción castigadora» y otra «acción salvadora»; hay una única presencia de Dios que se revela según la disposición del corazón.
Esto nos coloca ante una verdad fundamental: Dios no cambia, pero sí cambia nuestra apertura a Él.
Y por eso, la misma presencia puede abrasar o iluminar. San Francisco nos recuerda que el hombre vale tanto como vale ante Dios, y nada más. Desde esa humildad, todo se clarifica.
La comunidad israelita no se salvó por poder militar, ni por estrategias. Se salvó porque creyó y se preparó, comiendo de pie, con el cayado en la mano, como quien sabe que lo esencial no está donde está, sino adonde Dios llama.
También nosotros estamos llamados a esa actitud pascual: vivir la propia vocación en el mundo o en la vida religiosa como una mesa preparada en la noche del mundo. Velar, no como quien teme, sino como quien espera.
- Fe que camina hacia una Ciudad que aún no se ve
Hebreos nos introduce en la lógica de una fe que no se contenta con lo presente.
“Esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor es Dios.” (Heb 11,10)
El corazón de Abrahán vivía tensado entre el don recibido y la promesa aún no cumplida. Esta es, en cierto modo, la tensión constitutiva de toda vida consagrada auténtica: vivimos en el ya del Reino, pero suspirando aún por el todavía no de su plenitud.
Aquí hay una afinidad espiritual profunda con san Francisco, quien —como Abrahán— no tuvo morada permanente. Su vocación fue una marcha, una salida continua, incluso de sus propias certezas. Salió de la ciudad, del apellido, del proyecto humano, y puso su tienda a la intemperie de Dios.
Benedicto XVI decía que la vida de fe es una especie de “éxodo interior”, una salida del yo cerrado al yo abierto al tú divino. Esa es también la vocación del hermano menor: no retener, no controlar, no poseer—sino esperar, en fe, la ciudad cuya arquitectura sólo Dios conoce.
III. Un Reino recibido, no conquistado
El Evangelio de Lucas comienza con una frase que debería arder en el corazón de cada consagrado:
“No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino.” (Lc 12,32)
Esta frase desarma toda lógica meritocrática. El Reino no se gana, se recibe. Y se recibe en la medida en que nos hacemos pequeños rebaños, no por inferioridad sino por disponibilidad.
El hermano menor no exige, no se impone, no calcula. Vive confiado en que el Padre da. Por eso, puede vender sus bienes, soltar sus seguridades, ceñirse para el servicio. El que espera un Reino regalado no teme perder lo que el mundo considera riqueza.
Francisco, en la Regla no bulada, escribe:
“Nada propio tengan los hermanos: como peregrinos y forasteros en este mundo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad.”
No tener nada propio no es sólo un consejo económico. Es una disponibilidad espiritual radical. Y eso nos lleva a la vigilancia.
- Velar como estilo de vida esponsal
Jesús no propone un activismo espiritual. Propone una vigilancia nupcial: “Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela.” (Lc 12,37)
Y lo inaudito del texto es que el Señor mismo los hará sentar a la mesa y les servirá.
¿Puede haber un retrato más franciscano del Cristo pobre y humilde? El Señor que se hace siervo, el Esposo que se entrega. Clara lo entendió: por eso velaba en adoración. Francisco lo comprendió: por eso lloraba al ver que el Amor no es amado.
Velar, entonces, no es mirar el reloj, ni hacer más cosas. Es vivir con el corazón encendido.
Como aquellas vírgenes prudentes, tener el aceite de la caridad, de la gratuidad, del deseo vivo.
Como María, “vigilante de lo invisible”, según la expresión de san Buenaventura.
Y, podríamos decir que cuando el cansancio aprieta, cuando el mundo duerme, cuando la esperanza parece lejana… ahí, el alma consagrada sigue de pie, como lámpara en la noche.
- ¿Y si el Señor tardara? ¿Y si llegara ya?
Jesús nos advierte: “Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá.” (Lc 12,48)
La vida consagrada no es un lugar de privilegio, sino de mayor responsabilidad. Porque hemos recibido más: más luz, más gracia, más Palabra, más confianza.
Por eso, la espera no puede ser pasiva. Es una fecundidad escondida: en la oración fiel, en la obediencia sincera, en el servicio oculto, en la entrega sin aplausos.
Velar no es “estar despiertos” en lo físico, sino vivir como quien ama y no olvida.
Como san Francisco, quemados por el Amado. Como santa Clara, abiertos como custodia al Misterio. Como María, vigilantes en la fe hasta que se cumpla la promesa.
Conclusión contemplativa
La vigilancia no es una carga, sino una gracia para los que aman.
Vigilamos no porque temamos que venga, sino porque no queremos que tarde.
Vivamos esta jornada como alguien que ya ha vendido todo porque sabe que lo único necesario es el Reino.
Y que cuando el Señor llegue —porque llegará—, nos encuentre ceñidos, despiertos y disponibles.
Como lámparas vivas en la noche del mundo.
Plegaria
Señor Jesús, que viniste a ceñirte para servirnos, enséñanos a velar sin cansancio,
a vivir en pobreza sin resentimiento, a esperar en fe sin pruebas visibles.
Que, como Francisco y Clara, seamos lámparas encendidas en la noche del mundo.
Y cuando vengas, Señor, no tengas que tocar dos veces.
Que nuestro corazón ya esté abierto.
Amén.
Marynela F.S.